En México, la injusticia estructural es una experiencia que viven a diario millones de personas en diversas expresiones. La gente es discriminada por su género, orientación sexual, estatus socioeconómico, edad, capacidades físicas o mentales, origen étnico, e incluso, ideas políticas. Existen resultados de varias encuestas que reflejan esto, por ejemplo, el año 2003 el Instituto Federal Electoral (Ruiz, 2003) reveló un estudio sobre actitudes de los mexicanos en el que 7 de 10 personas se negarían a vivir con una persona homosexual, 6 de 10 no vivirían con una persona seropositiva, 5 de 10 vivirían con alguien de ideas políticas diferentes, 48% de los encuestados considera que un hombre está más capacitado para llegar a la presidencia mientras que sólo el 14% consideró que ambos tendrían los elementos necesarios para gobernar.
El año 2005 fue publicada la Primera Encuesta Nacional sobre Discriminación. Esta encuesta reveló que el 90% de las personas discapacitadas, de los indígenas, de los homosexuales y de los adultos mayores consideran que existe discriminación por su condición. Lo curioso fue que cuando se preguntó a los encuestados en general sobre la discriminación, la rechazaron y señalaron que no estaban de acuerdo con ella, y cuando se les cuestionó si estaban de acuerdo con el machismo casi cien por ciento de las respuestas indicaron no estar de acuerdo con él. (Notimex, 2005) Esto no impide que el 40% de los encuestados expresen que las mujeres deban trabajar en tareas propias de su sexo, considerando hasta cierto punto natural que se les excluya o trate de manera distinta, o que exista un 31.8% de personas que no permitiría que en su casa vivieran personas de otra raza, 48.4% que no permitirían a una persona de orientación homosexual o un 38.3% a una persona con ideas políticas diferentes.(García, 2005)
Esta última encuesta impactó profundamente a la sociedad mexicana pues las percepciones de nosotros mismos tendían a ser de personas tolerantes y abiertas a la diversidad. Sin embargo, al analizar más profundamente nuestras prácticas, el reflejo fue diferente a lo que creíamos. Lo común en México es mirar la desigualdad en función de los ingresos económicos, pero pocas veces realizamos el ejercicio de ver la discriminación a través de los derechos humanos que no se respetan en lo cotidiano, o de los derechos sociales que se creen aplicables sólo para algunos y no para todos. Al considerar esto quiero retomar las palabras de Audre Lorde (en Adams, 2000): “No hay una jerarquía en la opresión.” Todas las formas de opresión son importantes y es necesario que empecemos a reconocerlas.
Una de las dificultades para hacer esto es que estas formas de opresión en la mayoría de los casos no las vivimos de manera pura. La identidad de un ser humano es compleja, no es monolítica sino que está conformada por muchas identidades. Yo soy un hombre, adulto, blanco, de clase media, católico practicante, heterosexual, liberal, hermano mayor… Y en muchas de esas identidades puedo ser considerado parte de un grupo dominante o sistemáticamente privilegiado pero en otras puedo ser parte de un grupo subordinado o sistemáticamente en desventaja. Lo importante es que aunque mi subordinación sea algo de lo que esté plenamente consciente, es muy probable que mi identidad dominante ni siquiera la cuestione, lo que en ciertos ámbitos me hará más proclive a exigir cambios hacia una estructura social más justa y en otros a sostener tal vez sin saber un sistema injusto en el que mi privilegio pueda mantenerse. (Daniel, 2000)
¿Cómo puedo empezar a ser más consciente de estas injusticias estructurales? Marion Young (2000) enfatiza en el concepto de opresión, definiéndola como la inhibición de la capacidad de un grupo particular para desarrollar y ejercer sus habilidades y expresar sus necesidades, pensamientos y sentimientos. De acuerdo con lo anterior, hay muchos grupos diferentes que son oprimidos en la sociedad. Young (2000) ayuda a hacer un análisis más particular de esta opresión al considerar que la opresión tiene diversas caras, lo que en el caso de México puede ayudar a tomar conciencia de esas injusticias que poco a poco se han convertido en parte del paisaje y que ya no notamos, ni por supuesto cuestionamos.
El primer rostro de esta opresión es la explotación, el proceso continuo por el que los resultados del trabajo de un grupo social benefician al otro aumentando su poder, estatus y riqueza. En este punto, notable es el caso de Carlos Slim Ahumada, considerado por la revista Forbes como el segundo hombre más rico del mundo en el año 2007en un país en el que casi el 50 % de la población vive en la pobreza. (León, 2007) El segundo es la marginalización, en la que un grupo social es excluido de una participación activa y productiva en la vida social, lo que los conduce a una pobreza material severa que puede incluso llevarlos al exterminio. Esto es representativo del caso de los indígenas en mi país, que desde la época de la colonia han enfrentado serios intentos de exterminio, siendo representativas de esta marginalización las políticas implementadas desde fines del siglo XIX en las que el indio debía civilizarse o desaparecer porque no había lugar para ellos si conservaban su identidad indígena. El tercer rostro de la opresión es la impotencia, la experiencia de no tener autoridad o poder, de ser sujetos del poder pero sin ejercerlo. Esto implica tener menos oportunidad de desarrollar y ejercitar habilidades, de ser autónomos y creativos, de poder expresarse y de ser respetados. Este es uno de los rostros que encuentro más dominante en diversos grupos que son discriminados en México, desde las mujeres hasta los indígenas. El cuarto rostro es el imperialismo cultural, un fenómeno en el que los significados del grupo dominante en una sociedad se convierten en la norma y hacen que la perspectiva de los grupos subordinados desaparezca, además de marcarlos como los Otros. El último rostro es la violencia, no sólo la que es expresada de manera directa sino también en la constante amenaza de que por pertenecer a un determinado grupo esa violencia pueda manifestarse en cualquier momento en contra de uno. El caso de la violencia sistemática en contra de las mujeres, no sólo en Ciudad Juárez sino en muchas otras partes del país, nos permite ver esta opresión, en la que todos sabemos que sucede y que seguirá sucediendo, con una impunidad que convierte a la sociedad y a sus autoridades en cómplices silenciosos.
Creo que estas manifestaciones de la opresión pueden permitirnos tener una posición más realista con respecto a lo que somos como país en relación con cuestiones como la injusticia estructural no sólo en lo económico sino en otros ámbitos. Sin embargo, ¿por qué tanta ceguera ante estas realidades? ¿Por qué no vemos nuestra discriminación cotidiana? Stephanie Wildman y Adrienne Davis (2000) nos permiten responder a este cuestionamiento al enfocarse no tanto en la discriminación sino en los sistemas de privilegio. El privilegio es entendido como una ventaja especial, inmunidad, permiso, derecho o beneficio concedido o disfrutado por un individuo, clase o casta. El problema con el privilegiado es que las características de su grupo definen la norma social, implicando beneficios simplemente por pertenecer a ese grupo, además de que el privilegiado puede confiar en sus ventajas y evitar, consciente o inconscientemente, objetar la opresión. El esfuerzo en este sentido tiene que estar orientado a visualizar el privilegio del propio grupo para darnos cuenta de que a ese privilegio le corresponde la subordinación de un grupo. Esto es complejo porque cuando hablamos de discriminación, normalmente lo hacemos pensando en una persona que de manera voluntaria e intencional hace cosas horribles a los demás. Sin embargo, otra manera de entender la discriminación es reconocer que al aceptar los beneficios de un sistema injusto estamos contribuyendo a su sostenimiento y por lo tanto discriminando a otros. Una dificultad adicional para reconocer el privilegio propio es que la experiencia de privilegio y de subordinación pueden coexistir, lo que provoca que nuestras experiencias se difuminen, ocultando más fácilmente el privilegio de nuestra conciencia al poder decir: “Yo también soy discriminado”, victimizándome y dejando de analizar cuando yo soy victimario. Widman y Davis (2000) cuestionan el que en ocasiones nos enfocamos en la experiencia de la opresión y actuamos desde nuestro privilegio para combatirla sin hacer conscientemente esa decisión. Mi impresión es que lo que cuestionan no es el uso del privilegio para cambiar las cosas sino el que lo hagamos de manera inconsciente. Sin embargo, creo que a veces no es suficiente con devolver o permitir el ejercicio del poder al subordinado sino también utilizar el poder del privilegiado para movilizar los cambios aunque lo hagamos de manera inconsciente. Yo admiro mucho a Nelson Mandela por su lucha y el ejemplo que da con su congruencia; pero creo que en el triunfo final contra el apartheid se necesitó de un De Klerk.
Finalmente, es cierto que en México ha habido un avance, “nuestra tolerancia a las diferencias no es tan superficial ni nuestra intolerancia tan esencial” (García, 2005). Sin embargo, todavía hay mucho que podemos hacer. Lo primero es continuar con la reflexión que inició en el año 2005 cuando se publicaron los resultados de la encuesta sobre discriminación, abrir el conflicto como lo recomienda Maurianne Adams (2000). Otra tarea es darnos cuenta no sólo de nuestra propia opresión sino de la opresión del otro, incluso reconociendo nuestra complicidad en esas otras opresiones. Finalmente, retomando la propuesta de Fred Pincus (2000), es fundamental cuestionar estas injusticias estructurales, que son las más peligrosas al ser no intencionales e incluso legales, porque no hacer nada frente a ellas es legítimo pero el continuar haciendo las cosas como hasta ahora implicaría seguir profundizando prácticas que nos impiden entrar a una convivencia más justa y plena como seres humanos.
Referencias
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