Frente a la situación que aqueja a nuestro país y a su sociedad, es importante solidarizarnos al dolor e indignación que familias mexicanas viven a causa de los secuestros. No podemos cerrar los ojos ante estas realidades, no debemos acostumbrarnos a ellas. Comparto con ustedes este texto de Alfredo Harp Helú y María Isabel Grañén Porrúa, enviado a diversos medios de comunicación el 6 de agosto de 2008, voces que expresan lo que muchos sentimos también. Mi esperanza es que a través de nuestras acciones cotidianas podamos constribuir a construir una sociedad centrada en principios, incluyendo sobre todo el respeto y valoración de la vida humana por encima de otros bienes o intereses.
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Por Alfredo Harp Helú y María Isabel Grañén Porrúa
Imagine este escenario por un momento. Piense que usted es la persona que está hablando, póngase en sus zapatos, sólo el tiempo que le tome leer este texto.
"He sido muy afortunado, Dios me dio la oportunidad de tener un hijo, un hermoso niño que sólo pedía una cosa: cariño. Para eso había venido al mundo: para amar y ser amado. Lo acogí en mis brazos y crecimos juntos. Nos complementamos, yo tenía la necesidad de ofrecer ese cariño que él tanto requería. Tuve la oportunidad de darle algo mejor: una familia que vivía en armonía; una mamá, una hermana y un hermano.
Recuerdo el primer día que me dijo “papá” y sentí cómo el cielo se abría, los pájaros cantaban y el sol iluminó el mundo. De la mano íbamos a su escuela. Los primeros días se le llenaban los ojos de lágrimas, no quería despegarse de mí, pero pronto encontró su mayor interés por el colegio: sus amigos. Además, se divertía jugando fútbol y adoraba la música.
Jamás olvidaré su expresión cuando logró descifrar “m a m á”, cuatro letras que comprendían el universo entero. Dios nos colmaba de bendiciones.
Pasaron los años, me sorprendía ver cómo mi pequeño niño se hacía un hombrecito, que maduraba a pasos agigantados, que crecía para ser casi de mi tamaño. Amamos la vida.
Cumplió catorce años, lo celebramos juntos, en familia con algunos amigos. La vida nos sonreía. Pero un día el cielo se nubló, los pájaros enmudecieron y la tragedia invadió nuestros corazones: en el camino por donde pasaba mi hijo, se cruzaron unos hombres desalmados, personas que no podrían ser descritas con un adjetivo porque no los hay para poderlos describir. Me avisaron que mi hijo acababa de ser secuestrado, ¿cómo?..., ¿cómo podía ser aquello?..., iba acompañado de un chofer y también se lo habían llevado. Al parecer, los plagiarios eran o se hacían pasar por policías.
La noticia me dejó pasmado. No tenía idea de cómo actuar. Por fin nos confirmaron el plagio y pidieron rescate. Sí, querían dinero a cambio de mi hijo, ellos decían que esa era ”la negociación”. También me dijeron que recibiría un presente para que supiera que hablaban en serio. De eso no cabía duda. Al día siguiente, el drama fue mayor, localizaron un cadáver en la cajuela de un coche, era el chofer, amigo de nuestra familia que cumplía responsablemente con su deber y que dejó en duelo a los suyos ¡¿Por qué sacrificar así a un hombre inocente?!"
[Hasta aquí habla el padre de familia]
Imagine un minuto lo que ese padre y su familia pudieron sentir en aquel momento, pasaron días en total incertidumbre, sin saber en dónde estaba su hijo, si comía o tenía frío, si era golpeado o amenazado. Peor aún, no sabían si estaba vivo o no. Pero la esperanza nunca muere y ellos esperaron cincuenta días que convertidos en horas podrían traducirse en meses, minutos que se convertían en años y segundos que eran una eternidad sorda.
Aquel padre pidió asesoría; no sabía cómo actuar ante tal situación. En realidad nadie lo sabe, porque en esas circunstancias las posibilidades de actuar son nulas. Buscó por todos los medios la manera de que su hijo volviera, se hincó ante las autoridades, pidió auxilio a la policía, visitó las oficinas de los procuradores y a los altos mandatarios, rogó a Dios mañana y noche, deseó cambiar su vida por la de su pequeño.
Nada, pasaban los días y nada. Sólo prevalecieron la esperanza y el amor, que lo hacían sostenerse en dos piernas.
Dinero. ¡Qué poco valor puede tener el dinero si la vida de un ser humano está en juego!
Por supuesto, aquel padre pagó el rescate. Sabía que esas monedas eran tan viles como las de Judas; no tenían valor y menos sentido. Supo que su hijo estaba vivo. Habló con él como prueba de vida y la esperanza volvió a brillar en los corazones de aquella familia. Pero después el silencio enmudeció al mundo. Pasó un día, otro, otro y otro, nada, no hubo llamadas, ni el timbre sonó, ni nadie llegó.
Las suposiciones fueron ilimitadas. Creían que el día estaba cerca, su hijo volvería y gritaría: “papás, acá estoy”. Sí, los santos estaban enterados, a todos les habían rezado; sólo esperaban y mantenían la esperanza.
Otra semana y el padre volvía a suplicar al mundo entero que le ayudara, pero el silencio se ahogaba en sí mismo. Esperaría toda una vida si fuera necesario, pero la incertidumbre de no saber en dónde estaba su hijo agujereaba el dolor de aquellos padres. Habían pagado, ¿por qué no se comunicaban con ellos?..., algo raro pasaba, quizá los secuestradores se habían peleado entre ellos, quizá habría pasado otra cosa, quizá y quizá…
Por fin, recibieron una llamada. Quien hablaba no quería entrevistarse con el jefe de familia, pero el padre espetó: “dígame, aquí estoy”; creía estar preparado para todo. El comunicante informó que habían encontrado el cuerpo de una persona en la cajuela de un coche y había que reconocerlo.
No entraré en detalles de aquel hecho de horror, el cuerpo llevaba varias semanas metido en una bolsa de plástico, era irreconocible. Por la dentadura se logró identificar al muchacho de catorce años al que le había sido arrancada la vida, despojada debido a la desgracia que azota a nuestro país. Sí, a un niño inocente que tuvo la mala fortuna de pasar frente a unos sicarios por casualidad.
Póngase usted en los zapatos de aquellos padres, que desean que nadie llegue a sentir lo que ellos pasaron en los últimos cincuenta días. Piense que nadie en este país está exento de que le suceda algo parecido. Este crimen es un atentado contra cada familia de México y cada uno de sus habitantes. La muerte de ese muchacho significa la descomposición social a la que hemos llegado, la lloramos todos los mexicanos que tenemos hijos y los que no los tienen. Todos nos unimos al dolor de aquella familia que también es la nuestra.
México no merece esta realidad ni que la vivan las próximas generaciones. Es urgente un cambio. La impotencia invade a la sociedad civil. Unámonos para exigir que nuestras autoridades de los tres poderes de la Unión, de los estados y municipios trabajen decidida y coordinadamente contra la delincuencia y en favor de la seguridad de las personas, para que en el corto plazo todos los mexicanos podamos vivir tranquilos.
Condenamos la impunidad y la violencia.
¡Ya basta!
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